Prólogo La forja de un minero

Paré el coche al llegar al cruce. Frente a mí, había dos indicadores; el de la derecha ponía el nombre de La Vecilla, el de la izquierda, me indicaba al Puerto Vegarada. Abrí la carpeta que llevaba en el asiento del acompañante y rebusqué entre varios folios hasta encontrar las referencias que me habían dado para llegar a mi destino. Cuando llegues al cruce de Valdeteja, giras a la izquierda en dirección al Puerto Vegarada. Una vez leída la indicación, cerré la carpeta y realicé la maniobra tal y como me indicaba.
La panorámica era impresionante. Por la vertiente circulaba la carretera. Por un lado corría el río Curueño y por el otro, las enormes paredes de roca que se alzaban hacia un pico, del cual, más tarde, supe que se llamaba el pico Bodón. No había recorrido cuatro kilómetros, cuando dicha vertiente desembocó en un valle. Si en un principio me había preguntado a mí mismo, ¿pero quién demonios puede venirse a vivir a una zona tan salvaje como esta? No tuve más remedio que morderme la lengua cuando vi el efecto que produjo el cambio tan brusco de paisaje. Era salir de un desfiladero, en el cual, sólo podías encontrar alguna que otra cabra, cuando, de repente, vislumbré un enorme valle lleno de vida. Los tranquilos y misteriosos bosques, eran protegidos por las altas laderas de los montes.
Detuve el coche en el arcén, por primera vez, desde que salí del cruce. El río se apartaba del curso de la carretera. Sin poder resistir la tentación, bajé hasta la orilla y sin pensármelo dos veces, me descalce para meter los pies en las claras aguas de aquel torrente.
– ¡¡¡Ostras!!! – Exclamé para mis adentros. El agua estaba insoportablemente fría. En cuestión de segundos, sentí como el calor se me escapaba del cuerpo. De la misma manera que se me iba el calor, así me entraba el frío y desde mis tobillos, comenzó a subir por mis músculos un fuerte dolor, que se me extendió hasta las rodillas.
Saqué los pies fuera del agua, me senté sobre la hierba y empecé a frotarlos con las manos, en un desesperado intento de hacerlos volver en sí.
Finalmente, después de calzarme, regresé de nuevo al coche. El calor, al fin, volvió otra vez a mis piernas y el contraste de pasar de un estado a otro, consiguió, que mis pies, se quedaran totalmente relajados.
Acababa de pasar el pueblo de Tolibia de Abajo. Eso indicaba que a un kilómetro, aproximadamente, me iba a encontrar con Lugueros, el pueblo al que me dirigía y en el cual iba a dar comienzo la historia que les estoy contando.
Nada más entrar en el pueblo, vi un bar a mano izquierda. En la mayoría de las ocasiones, en los bares, es donde mejor se conoce a la gente, por lo que decidí parar el coche y entrar a preguntar por la persona que venía a buscar.
– ¡Buenos días!
– ¡Hola! ¿qué va a ser? – me preguntó el chico que se encontraba al otro lado de la barra, mientras pasaba una bayeta a la superficie del mostrador.
– Un café con leche.
Mientras me lo servía, observé un poco por encima el local. Era amplio y muy vistoso, con ciertos toques de elegancia. La verdad es que me sorprendió un poco ver un bar de estas características en un pueblo, que a primera vista, no parecía ser muy grande.
– ¡Perdone! ¿podría decirme donde vive el Sr. Daniel González?
– Por supuesto – me contestó a la vez que salía de la barra.
Le seguí hasta una de las grandes ventanas que tenía el bar.
– ¡Mire! ¿Ve usted ese camino que va hacia aquellas portillas?
– Sí.
– Pues una vez que las pase, tirando a mano izquierda, una casa baja que tiene un arco en forma de bóveda.
– Muy bien, gracias – bebí lo que quedaba de café y después de pagar, me dirigí a donde me había indicado.
Según me iba acercando a la casa, vi como un hombre salía de ella.
– Buenos días – exclamó, al tiempo que descendía los tres escalones que separaban la entrada de la casa, del césped – ¿Es usted Ismael?
Asentí mientras estrechaba su mano, una mano fuerte y áspera, castigada por los muchos años de trabajo. Ante mí, tenía a un individuo de mediana estatura, no creo que sobrepase el metro setenta, con el cabello cano y vistiendo una camisa y un pantalón azul. A juzgar por su aspecto, delgado y de mirada noble, con un caminar cansado y una cara que denotaba alguna que otra arruga, yo le calculaba unos setenta años.
– Le agradezco que me haya recibido.
– Lo cierto, es que no esperaba que fuese usted tan joven; no sé por qué, tenía la imagen de los periodistas, como personas más mayores, regordetes y con gafas de cristales pequeños, colgadas a mitad de nariz.
No pude por menos que soltar una carcajada.
– La verdad, es que en las series de televisión, así es como nos pintan. Lo que ocurre es que yo el periodismo lo traigo en la sangre. Mi padre se jubiló como redactor jefe de la Nueva España y mi abuelo, estuvo como corresponsal durante la guerra civil, de manera que lo mío viene de descendencia.
Al cabo de unos minutos de conversación, nos fuimos a sentar a una mesa de verano, que se encontraba a la sombra de dos grandes manzanos. Mientras yo preparaba mi material, él, se dirigió hacia un portón que había contiguo a la casa. Transcurrido un pequeño intervalo de tiempo, volvió a salir con una jarra y dos vasos en la mano.
– Verá que vino más bueno. Me lo traen de las bodegas de Cerecinos de Campos – me comentó a la vez que llenaba los dos vasos.
Una vez acomodado en su silla y después de echar un trago del vino que trajo…
– Aquí no creo que nos moleste nadie; mi mujer se ha tenido que ir al pueblo de al lado y no vendrá hasta la hora de comer. Tenemos toda la mañana para nosotros, así que, usted dirá.
Cogí la grabadora, metí una cinta dentro y comprobé que funcionara correctamente. Una vez examinada, la dejé encima de la mesa dispuesta para grabar en el momento que entrásemos en conversación.
– Como ya le conté el día que hablé con usted por teléfono, mi periódico está preparando unos fascículos que van a salir en la tirada de los domingos. Estos, tratarán de todo lo concerniente a Asturias, es decir; el mar, el campo, la mina, la industria, etc. Pues concretamente para el tema de la mina, queríamos a una persona que nos contase su historia desde sus comienzos en la mina, hasta su jubilación.
– Y ¿Cómo es que salí a relucir yo en esta historia?
– ¿Usted conoce a Chema el de Moreda?
– ¡Hombre! Claro que lo conozco, le considero mi mejor amigo.
– Pues él fue quien nos trajo a usted. Uno de los que trabaja con nosotros, es vecino suyo y un día estaban hablando sobre la mina, él nos contó algo de su historia. Ahí fue donde nos dimos cuenta de que usted había vivido una serie de sucesos y anécdotas que nos interesaban para la labor que íbamos a llevar a cabo.
– Pues usted dirá qué es lo que quiere que les cuente.
– Quiero que me cuente todos los detalles que usted recuerde de su vida en la mina, desde que empezó hasta que se jubiló. Luego nosotros, una vez que lo tengamos todo, cogeremos lo que más nos pueda interesar.
Daniel empezó a frotarse la cabeza como si se estuviese concentrando para sacarle el máximo rendimiento posible a sus recuerdos.
– Bueno, pues cuando quiera.
En ese instante, pulsé el botón de grabar y me dispuse a escuchar todo lo que me iba a contar.
– Todo comenzó en esta misma casa. Era el mes de marzo del año 51, hacía poco que había cumplido los veinte años…

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