Prólogo Un deseo con nombre de mujer

PORTADA-REDUCIDAMadrid, 1985

Un intenso gemido se extendió de forma inmediata por una habitación en la que, hasta el momento, solo reinaba el silencio. Alicia no pudo evitar emitirlo cuando sintió cómo Arturo la penetró con una intensidad inusitada. El placer que se apoderó de ella se esfumó con la misma rapidez con la que llegó cuando él se retiró inesperadamente, con la única intención de generarle un deseo aún mayor de volver a sentirlo dentro una vez más.

Sus labios, que en ese momento se encontraban muy cerca del lóbulo de la oreja de Alicia, parecían querer decirle algo, unas palabras que al final nunca se llegaron a pronunciar. Ella quiso aferrarse a su nuca para que no abandonase su cuello, pero no llegó a tiempo. Arturo, en ese preciso instante, empezó a descender hacia la comisura de sus pechos. No eran unos pechos excesivamente grandes, aunque, para su edad, mantenían una firmeza que los hacía realmente bonitos. Nada más llegar a ellos, con la fuerza suficiente para no producirle dolor, pero sí un leve estremecimiento, sus dientes mordisquearon el entorno de uno de sus pezones. Con una de sus manos, se limitó a acariciar suavemente el que quedaba libre, tal y como ella le enseñó en su momento, haciendo que de nuevo el placer se apoderase del cuerpo de Alicia. Levantó la mirada fijándose únicamente en su cara. Ella no lo vio, llevaba unos minutos en los que le era imposible abrir los ojos y solo se dejaba llevar hacia un inmenso placer, del que estaba segura de que lo mejor aún estaba por llegar.

Lamentaba ver cómo con el tiempo había pasado de ser la dominante a ser la dominada. Aunque esto último no es que le disgustase, ni mucho menos, pero cuando era ella la que llevaba las riendas en el juego, eso le provocaba una excitación totalmente distinta.

Arturo volvió a centrarse en el cuerpo de ella; en esta ocasión, sus labios entreabiertos, con parte de la lengua fuera de ellos, bajaron humedeciendo el trayecto que iba desde sus pechos hasta el ombligo.

Cuando Alicia estaba convencida de que el siguiente objetivo de esa lengua humedecida iba a ser su sexo, un giro brusco la dejó con las ganas. Su boca se desvió hacia el interior del muslo, algo que hizo que ella entreabriese más aún las piernas. Al mismo tiempo que sus manos recorrían suavemente el contorno de las caderas, su boca se deslizaba mordisqueando el interior de dicho muslo hasta la articulación de la rodilla, para de nuevo volver a subir.

Según se acercaba, el aroma que percibía lo excitaba cada vez más. Esta vez no lo esquivó. En esta ocasión, cuando su boca se centró en su sexo, el gemido que emitió Alicia en ese momento alcanzó niveles de grito, acelerando el ritmo de su jadeante respiración.

Ella apoyó las manos sobre la nuca de él, como queriendo impedir que dejase de hacer lo que estaba haciendo de manera tan sublime. De su boca salieron unas palabras que, más que una súplica, eran una orden.

—¡No pares! Por Dios, ¡no pares!

Esas palabras provocaron aún más a Arturo, haciendo que aumentase el movimiento, acompasándolo con momentos que anulaban cualquier otra intención en Alicia que no fuese la de dejarse llevar por la situación. La respiración, al ritmo de sus gemidos, fue aumentando precipitadamente hasta que hubo un instante en el que él se detuvo de repente.

En ese momento se incorporó, quedando de rodillas frente a ella.

Sus ojos se buscaron. Nadie podía negar el deseo que se reflejaba en sus miradas. Un deseo madurado y trabajado con el paso del tiempo. Con cada encuentro, con cada rincón en el que dieron rienda suelta a sus impulsos, con cada minuto en el que vivieron a escondidas esa pasión que la propia diferencia de edad les producía.

Ella se incorporó, apoyándose sobre un pecho lleno de vello y con el que ella se relajaba en muchas ocasiones, limitándose únicamente a acariciarlo. Con una de sus manos aferró el cuello de su pareja, acariciándolo al mismo tiempo que lo atraía hacia ella para besarlo.

—¿Me echarás de menos? —le susurró Alicia después de apartarse de su boca.

—No puedo negarte que has sido alguien importante en mi vida.

Esas palabras la emocionaron considerablemente. Se resignaba a creer que aquel encuentro fuese ser la última vez que estuviesen juntos.

—¡Por Dios! No pensemos en ninguna otra cosa que no sea en disfrutar de estos momentos —le dijo Arturo volviendo a besarla de nuevo.

Sin esperar más, se dejó caer sobre ella. Sus bocas quedaron paralelas a muy pocos centímetros una de la otra. Sus labios se rozaron casi al unísono, para terminar en un beso que expresaba todo el deseo que sentían. En ese preciso instante, Alicia notó cómo Arturo entraba dentro de ella con la máxima facilidad, lógicamente por la excesiva excitación que albergaban. El movimiento que él ejercía sobre ella mientras la penetraba era inusitadamente lento, como si no tuviese la más mínima prisa en que ese momento finalizase. Era evidente que había sido un buen alumno.

—Jamás podré gozar con nadie lo que gozo contigo —le susurró ella al oído, a la vez que sentía los envites que él le daba —te enseñé lo que nadie te había enseñado jamás y a partir de hoy será otra quien lo disfrute.

—No sigas, ¡por favor! —le reprochó él.

A ella no le quedó más remedio que seguirle el ritmo, porque el placer iba en aumento y su mente se veía confusa, imposibilitada para pensar en otra cosa que no fuese en disfrutar de ese momento. Sus envites eran cada vez más intensos, los jadeos por parte de los dos aumentaban al unísono, sendos cuerpos se movían al mismo ritmo, como si de una pareja de baile se tratase después de ensayar durante años todos sus movimientos, llegando a un momento en el que ambos se quedaron completamente inertes, extasiados por el desenfreno con el que culminaron dicho momento.

Minutos después, tras reponerse de todo lo sucedido, ella se tapó con la sabana a la vez que se recostaba sobre el cabecero de la cama. Al mismo tiempo observaba cómo él, de pie, miraba por la ventana después de correr la cortina hacia un lado. Disfrutaba viendo su cuerpo desnudo y en especial su trasero, algo que a ella siempre le resultó de lo más seductor.

—No soporto pensar que en tres días tengo a mi marido otra vez en casa.

—Si no lo soportas, no entiendo por qué no te decides a separarte de él, qué ganas con seguir a su lado. Yo sería incapaz de compartir mi vida con alguien a quien hace tiempo he dejado de querer.

—Ya te lo dije muchas veces, él me aporta una calidad de vida de la que no estoy dispuesta a prescindir, y si este es el precio que tengo que pagar, y más aún ahora que tú te vas, estoy resignada a pagarlo.

—Pues no entiendo entonces tus lamentaciones. Si eres totalmente consciente de que ese es el precio que tienes que pagar por seguir disfrutando de esa calidad de vida que tú quieres tener, es evidente que tendrás que seguir pagándolo.

—¿A qué hora te tienes que ir mañana? —preguntó ella con el fin de cambiar totalmente el rumbo que estaba tomando la conversación.

—El tren sale de la estación de Chamartín a las nueve de la mañana.

—¿Por qué no te quedas a dormir? Es nuestra última noche, podíamos aprovecharla mejor. Yo me quedaré en el hotel, no tengo ganas de volverme a casa.

—Hemos quedado en que solo lo haríamos una vez, he accedido, no me pidas más. Tengo que regresar a la base antes de las diez de la noche. Aún tengo todo por recoger y a las siete de la mañana me recoge un jeep para llevarme a la estación.

Era una excusa perfecta. No quería alargar mucho más la situación, él le había dejado claro que prefería que no hubiese despedida, que todo fuese como cualquier otro día de los muchos encuentros que habían tenido y en el que Arturo se tenía que ir, ya fuera de su casa o de cualquier habitación de un hotel. Poco a poco se fue vistiendo. Alicia seguía mirándolo en la misma posición que adquirió después de hacer el amor con él. Una vez que terminó de vestirse, ella no pudo evitar recorrer su cuerpo de arriba abajo. Estaba guapísimo. Los galones de sargento recién estrenados destacaban de una manera especial sobre el azul del uniforme.

Se ajustó la gorra de manera meticulosa sobre la cabeza y se acercó a la cama para darle un último beso; en este caso, se lo dio en la mejilla. No intercambiaron ninguna palabra más. La miró, sonrió, le guiñó un ojo y se alejó hacia la puerta sin volver la vista atrás.

Fue consciente de las lágrimas que recorrían las mejillas de ella, pero prefirió no hacer ningún comentario al respecto.

Al entrar en el ascensor del hotel, se vio reflejado en el espejo que abarcaba todo un lateral. Una mezcla de tranquilidad y orgullo se apoderó de él. Tranquilidad, porque esa tarde probablemente fuese la última vez que viese a Alicia, una mujer que, tenía que reconocer, había resultado ser muy especial en su vida, y a la que acababa de dejar en la habitación de la que había salido. Orgullo, porque después de cinco años de dura academia, se acababa de convertir en sargento especialista del Ejército del Aire; su futuro ya estaba asegurado. Al día siguiente se iba a su nuevo destino en su tierra, a la base aérea de la Virgen del Camino en León, y, sin duda alguna, hacia una nueva vida.

Llegó a la calle, una ligera brisa le abofeteó cálidamente la cara, y tuvo que recorrer algunos metros hasta llegar a la parada donde cogería la camioneta, como así llamaban a los pequeños autobuses que transitaban por toda aquella zona, y que le debía dejar a la entrada de la base de Cuatro Vientos.

Según se acercaba a la parada, vio que en ella no había nadie, algo que le hizo dar por hecho que la camioneta acababa de irse; por lo tanto, hasta que llegase la siguiente, aún podía transcurrir un buen rato. Por suerte no fue así, minutos después apareció la que hacía el trayecto a plaza de España. El recorrido hasta la entrada al cuartel no llegaba a diez minutos. Una vez en el escuadrón, echó de menos a Juan Carlos, más conocido por «Chino», su mejor amigo y compañero de aventuras durante el periodo de formación dentro de la academia. Él se había ido esa misma tarde para la base aérea de Manises, en Valencia, su destino para los próximos años. Eligió esa base por ser la más cercana a Villajoyosa, su pueblo natal.

A lo largo de la noche, Arturo apenas fue capaz de conciliar el sueño, solo pensaba en lo que sucedería a partir de ese día. Se levantó temprano para prepararlo todo y, con puntualidad meridiana, el jeep lo recogió a las siete en punto de la mañana para acercarlo a la estación de Atocha. Su tren salía a las ocho y media, por lo que iban sobrados de tiempo. Una vez sentado en el asiento que le indicaba su lista de embarque, esta le fue pedida por el revisor instantes antes de que el tren se pusiese en marcha. Su mente en ese momento se convirtió en un torbellino de imágenes y pensamientos, un aluvión de sucesos vividos durante esos cinco años que duró su periodo de academia y que le sirvieron para conocer a dos mujeres que marcaron su vida de una forma totalmente distinta, de ahí que Arturo, mientras comenzaba el viaje hacia su nuevo destino, se dejase llevar por sus recuerdos.

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