Prólogo La noche de los gamusinos

Jueves, 1 de julio de 1976

Sonó el pitido del tren, avisando que de nuevo se iba a poner en marcha. Rubén apoyaba la frente sobre el cristal de la ventanilla, fijando la vista en el cartel que indicaba que la estación en la que acababan de parar era la de Busdongo. Las nueve y cinco, marcaba el reloj que colgaba del techo de la estación. Resopló al pensar que llevaba más de tres horas de viaje en un recorrido que no llegaba ni a los cien kilómetros. Retiró la vista de la ventanilla cuando el tren se puso de nuevo en marcha. Observó cómo su madre y su hermano pequeño seguían durmiendo: su madre sentada frente a él, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza ladeada hacia atrás, con una rigidez tal, que parecía anclada en el asiento; su hermano, sin embargo, aprovechando su poca envergadura, ya que solo tenía seis años, se había recostado, apoyando cómodamente la cabeza sobre el muslo de una de las piernas de Rubén. Cuanto más les miraba, menos podía entender cómo eran capaces de dormir con semejante movimiento; en el fondo les envidiaba. Le hubiese encantado haber pasado gran parte del trayecto dormido, pero, como le solía suceder año tras año, cada vez que llegaba el día de irse de vacaciones era incapaz de conciliar el sueño debido a la emoción.
—¡Mamá! ¡Mamá! —la llamó mientras, con la mano, le agitaba levemente la rodilla.
La madre se sobresaltó, abrió los ojos de repente, con la mirada perdida, como si no supiese dónde se encontraba en esos momentos.
—Estamos llegando a Villamanín —le dijo, a la vez que despertaba e intentaba incorporar a su hermano.
El tren comenzaba a reducir su velocidad, momento que aprovecharon para acercar las maletas y las bolsas de viaje a una de las puertas de salida. Según entraban en el andén, vislumbraron la figura estilizada de la persona que cada año les venía a buscar a la estación. Era Amador, que regentaba uno de los pequeños bares del pueblo. Tenía un simca 1200 de color amarillo chillón con el que, siempre que se daba el caso, hacía de taxista para la gente del pueblo. Era un hombre alto y extremadamente delgado, con una peculiar forma de andar. Sus hombros, encorvados, daban la sensación de que no quería alejarse demasiado del suelo que pisaba. Después de colocar la última bolsa, apretó todo bien para poder cerrar la puerta del maletero. Se metieron en el coche, la madre delante y los dos chicos detrás. Aún les quedaban unos cuarenta y cinco minutos de viaje, que es el tiempo que les iba a llevar el recorrer los cerca de treinta kilómetros que separan Villamanín de Valdelugueros.
Rubén viajaba recostado en el asiento. De repente, al darse cuenta de que estaban a punto de pasar por el pueblo de Valdeteja, se incorporó para poder observar mejor si la casa de Marta se encontraba abierta o aún seguía cerrada. Ella era la chica con la que había empezado a salir el verano anterior; la pena era que esa decisión la habían tomado los últimos días del verano, por lo que tenía la esperanza de que, a lo largo de todo este, se consolidase esa relación. En el momento de pasar frente a la casa, que se encontraba situada en la misma carretera general, el corazón le empezó a palpitar con fuerza al ver que todas las ventanas se encontraban con las persianas levantadas, incluso alguna de ellas, abierta de par. Esa sensación de euforia se incrementó aún más al pensar que esa misma tarde iba a poder verla. Desde ese mismo instante fue incapaz de encontrar una postura cómoda en el coche.
Tras una leve curva a la izquierda, tomaron la recta de entrada al pueblo, una recta llena de chopos alineados a ambos lados de la carretera que parecían hacer honores a los pocos vehículos que solían circular por ella. Según pasaban por delante del cuartel de la Guardia Civil, Rubén echó un vistazo por si veía a Pedro, aunque por la hora que era no tenía muchas posibilidades de que así fuese.
Pedro era uno de los miembros de su pandilla, con el que solía llevarse muy bien. Era el hijo de Vicente, el sargento que estaba al mando en el cuartel. Dormía como una marmota, por lo que pretender encontrarlo levantado a las diez de la mañana era una situación harto difícil. Eso, para él, era todo un madrugón.
Una vez en el pueblo, según llegaron al cruce, cogieron la carretera de Llamazares y, tras coronar una empinada cuesta, giraron a la izquierda para por fin llegar a la finca donde se encontraba su casa. Era una casa no muy grande, de dos plantas; sus paredes, pintadas en cal, la hacían destacar aún más por su blanco radiante. La ubicación en la que se encontraba era privilegiada, algo que tenía su parte buena y su parte mala. La buena, las espectaculares vistas de que disponía: desde ella se divisaba todo el pueblo, la zona de los campos donde se llevaba a pastar al ganado y una zona de monte agreste totalmente salvaje. La mala, que cuando se levantaba el nordeste o, como decían por toda la zona, el cierzo, en el alto donde se encontraba la vivienda soplaba el aire con una fuerza considerable.
Sin tiempo a que su madre abriera la puerta de la casa, Rubén se lanzó veloz a por la llave de la cochera, que se encontraba colgada en un llavero situado en el hall, para ir en busca de su tesoro más preciado. Un tanto nervioso, levantó la puerta de la cochera. Su mirada fue directamente a un objeto colocado en un lateral y tapado con una funda. Sin perder un segundo, tiró de ella dejando al descubierto su moto derbi de cincuenta centímetros cúbicos que le habían regalado el verano anterior y que era la envidia de todos los componentes de su pandilla. Se consideraba un afortunado y eso le servía para presumir delante de sus amigos.
—¡Rubén! —gritó su madre, rompiendo el hechizo que estaba experimentando—. Deja ahora la moto y ven a terminar de meter todo el equipaje en la casa.
—Voy, mamá —respondió, tapándola de nuevo.
Cuando salió de la cochera, se fijó en su hermano. Se había subido al columpio de madera que su padre le había montado años atrás. Estirando las piernas cuando iba hacia delante y encogiéndolas cuando volvía hacia atrás, conseguía poco a poco ir ganando en altura y velocidad. Resignado ante el privilegio que su hermano tenía por ser aún demasiado pequeño, entró en la casa para ayudar a su madre.
—Cuando terminemos de colocarlo todo, antes de hacer cualquier otra cosa, sabes que tienes que ir a Teléfonos y que Rosa te ponga una conferencia para avisar a tu padre de que hemos llegado bien —le dijo su madre al ver a Rubén entrar con una de las maletas a la habitación donde ella ya había empezado a colocar ropa en los armarios.
Rosa era la telefonista del pueblo. Había superado ya la barrera de los cincuenta años. Era una mujer amable, con una voz muy dulce. Para quien no la conocía en persona, el oírla hablar hacía que se quedara uno prendado de ella. Lo malo era que, una vez que se la veía físicamente, el hechizo quedaba roto al instante. Estaba soltera y, según las malas lenguas, que haberlas las había, jamás se le conoció novio alguno. Destacaba su piel, extremadamente blanca, algo que no era de extrañar, ya que desde las ocho de la mañana que se metía en el cuarto donde se encontraba la centralita de teléfonos y hasta las ocho o las nueve de la tarde, salvo algo menos de una hora que es la que empleaba para ir a comer, el resto del tiempo se lo pasaba allí encerrada. Tenía fama de ser una perfecta cotilla, le encantaba saberlo todo, los chismes que corrían por el pueblo y los devaneos de todos los personajes del mundo de la farándula. Así es que, su mesa de trabajo, para entretenerse en los momentos en los que no había nadie a quien atender ni nadie a quien avisar de alguna llamada, se encontraba llena de revistas de cotilleo como Radiolandia 2000, Gente e incluso El Caso. Todo el mundo procuraba llevarse bien con ella, sobre todo la mocedad. Ella era la que guardaba la llave de uno de los cuartos que había en el edificio de Teléfonos, donde el Ayuntamiento dejaba a la juventud reunirse para organizar algunas de sus fiestas. El día que se cabreaba, algo que solía ocurrir en muy raras ocasiones, dada su paciencia infinita para todo, ya se podían buscar cualquier otra distracción. Todos tenían sumamente claro que ese día el acceso a tan famoso cuarto iba a estar totalmente restringido.
—No te preocupes mamá. Antes de comer, voy en un momento a llamar a papá.
El padre de Rubén, Octavio, por motivos de trabajo nunca solía venir cuando ellos. Tenía un taller de ebanistería en Avilés y siempre cerraba por vacaciones durante el mes de agosto. Todos los años hacían lo mismo, para aprovechar mejor el periodo vacacional que les daban en el colegio: Rubén, su hermano y su madre se venían a primeros de julio, y en agosto, cuando cerraba el taller, se les unía el padre. Aunque las vacaciones de Octavio, hay que reconocer que eran un tanto peculiares. Era un hombre con unas manos de oro para la madera, por lo que solía pasarse gran parte de ese periodo realizando trabajos por la casa y la finca. Él siempre se justificaba diciendo que, si después de todo un año trabajando la madera, uno se pasa un mes entero sin hacer nada, se desentrena y luego vaya lo que cuesta volver a ponerse al día. Como decían muchos vecinos del pueblo con cierto tono de envidia, menudo chamizo se estaba haciendo el asturiano.
—¡Mamá! ¿Hace falta que te ayude a algo más?
Rubén no veía la hora de irse a dar una vuelta por el pueblo y ver cuántos de los componentes de su pandilla habían llegado ya. El 1 de julio era el día por excelencia en el cual confluían la mayor parte de los veraneantes al pueblo.
—¿Has enchufado la nevera? —le preguntó la madre, aún desde la habitación.
—Sí, ya hace rato que la enchufé.
—Pues vete mirando las bolsas de comida que dejé sobre la mesa y mete en la nevera todo aquello que se necesite.
—Vale —respondió, sin demasiada gana de ponerse a hacer lo que le acababan de encomendar.
—Y no dejes de echar un vistazo a tu hermano de vez en cuando, que ya sabes, si no se le oye, es que algo anda tramando.
En ese mismo instante, Rubén cayó en la cuenta de que llevaba ya un buen rato sin verlo ni oírlo. Antes de ponerse con la nevera, prefirió salir a echar un vistazo. En un primer momento no lo encontró por la parte delantera de la casa, pero, al pasar a la parte de atrás, observó cómo caminaba muy lentamente con una caja pequeña de cartón en la mano, en busca de la guarida de algún grillo que en breve iba a terminar en sus manos. Viendo el menester al que Marcos se estaba dedicando, se quedó más tranquilo y decidió ponerse con la nevera para terminar con todo lo más pronto posible.
Josefina, o Fina, que es como se la conocía tanto en Avilés como en el pueblo, era la madre de Rubén y de Marcos. Era una mujer de carácter y con gran iniciativa para todo, algo que su marido agradecía considerablemente, debido a las muchas horas que pasaba en el taller y el poco tiempo que tenía para cualquier gestión a nivel familiar, asuntos que Fina se encargaba de llevar a cabo con total efectividad. Condescendiente con sus hijos, según en qué momentos, aunque en el tiempo en el que permanecían en el pueblo les permitía disfrutar de una libertad que en Avilés no les daba. Aunque los quince años de Rubén se le estaban empezando a atragantar, no dejaba de ver cómo su hijo mayor pretendía adjudicarse una serie de derechos que ella, como madre, aún no estaba dispuesta a ceder.
No habían pasado tres horas desde su llegada y ya tenía la casa totalmente organizada: la ropa colocada en los armarios, las camas hechas y dispuesta ya a preparar la comida. Todo ello con la ayuda de su hijo, que no veía la hora de terminar, coger su moto y bajarse a dar una vuelta por el pueblo. Aunque antes debía concluir su última labor. Tras dar una última pasada al césped, paró la segadora, vació la cubeta de hierba y se dispuso a guardarla de nuevo.
Sin perder un segundo más, volvió a quitar la funda de la moto, levantó el sillín para conectar los bornes negativo y positivo de la batería, que había dejado sueltos para que no se descargase, se subió en ella y comenzó a dar a los pedales hasta que sintió cómo el motor, al principio lentamente, aumentaba de revoluciones y conseguía arrancarla. Aceleró suavemente para dirigirla hacia la puerta de la cochera. Allí se paró, con sus manos fijas en el manillar, y se quedó observando las espectaculares vistas. Hacía un día realmente precioso. Se dibujó una sonrisa en su boca y un único pensamiento llenó toda su mente. Por fin comenzaba el verano…

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